martes, junio 05, 2007

Desesperación

La respiración jadeante, y el sudor recorriendo su cuerpo le hacían sentir nauseas mientras paraba torpemente en una oscura esquina de las entrañas de la ciudad. La luz de la farola cercana parpadeaba; la lluvia que desde hacía horas caía sin cesar la calaba hasta los huesos y dejaba un murmullo inquietante al repicar en las chapas de los coches estacionados cerca.

De repente el ya familiar sonido de unos pasos firmes y rítmicos irrumpió al final de la calle; el mismo “tap-tap” que llevaba oyendo desde hacía más de dos horas siempre tras de sí.

La primera vez que reparó en él fué en unos grandes almacenes y sencillamente pensó que la observaba pícaramente; pero cuando media hora después de aquello lo reconoció en un vagón de metro en la otra punta de la ciudad empezó a inquietarse. Dejó el metro en la misma estación que ella y cuando lo buscó con la mirada, encontró la de él de frente, sonriéndole tras la solapa de su enorme gabardina gris.

A partir de ahí deambuló por calles y más calles, bajo la protección de su paraguas intentando despistarlo, preocupada al principio, aterrada después al ver que por mucho que lo intentaba no conseguía escapar de aquellos pasos serenos y rítmicos que la perseguían.

No podía ir a casa porque allí no había nadie, y no tenía las llaves. Maldecía el momento en que se las olvidó sobre la mesita de la entrada del piso que compartía con una compañera de trabajo.

Su paraguas había quedado en una papelera; hacía ya un rato que se había desprendido de él con la absurda intención de despistar a los pasos que la perseguían; “así no me reconocerá” pensó; pero para lo único que le había servido aquella maniobra era para empaparse por completo bajo la lluvia, porque los pasos seguían ahí.

Corrió después despavorida buscando callejuelas pequeñas y sinuosas en el corazón más oscuro de la gran urbe; corrió hasta reventar, pero los pasos seguían ahí.

Y ahí estaba ahora, destrozada, empapada y con ganas de vomitar. Apoyada en aquella descarnada esquina de una calle que no conocía, prácticamente vencida, escuchando como los pasos se acercaban infalibles, despiadados. La cortina de agua desdibujaba al fondo la silueta masaculina dueña de aquellos pasos. La silueta se acercó hasta que se convirtió en algo reconocible; su cara le era familiar, y eso la tranquilizó; por fin la gabardina dejaba ver claramente el rostro de su portador. Sí era el chico del super donde hacía habitualmente la compra. Ella sonrió al verlo; el hizo lo mismo.

  • ¿Sabes? me has asustado mucho.

  • No hay de que asustarse. Solo quiero ayudarte a entender algo...

  • ¿Entender algo? ¿el qué?

  • Entender que esto no puede seguir así, que no puedes pasearte por ahí con quien quieras sin pensar en las consecuencias...

Una hoja plateada resplandeció en la oscuridad un segundo, y luego desapareció bajo el pecho de ella.

Sus ojos lo miraban confundidos, interrogantes, buscando una respuesta; pero de su boca no salió ni una palabra, solo un leve bufido.

Él se vió en la obligación de contestar a ese interrogante sin pregunta de su mirada; “Tienes que entender que solo eres para mi, y así será a partir de ahora, ya nada ni nadie me arrebatará tu mirada. Así ha de ser.”

En la acera la lluvia y la sangre se mezclaban diluyendo la una a la otra; el silencio era sepulcral.

La muerte tiene muchas caras; también la de un loco con un cuchillo de carnicero bajo la lluvia...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mu chulo, muy actual. Sigue publicando!!