miércoles, marzo 12, 2008

La Plaza de la Cruz Verde


Suda jadeante tras la puerta de una de las casas de la Plaza de la Cruz Verde. Tiene la cara completamente roja, manchada de la sangre del dragón francés que acaba de degollar en las puertas de palacio. Aún nota el suavón sabor de la sangre ajena en la boca, aún le palpita el corazón en la mano derecha donde mantiene abierta la jerezana de dos palmos largos de hoja con la que le dió el corte mortal al soldado imperial. Los ojos a punto de salirse de las órbitas, el cabello erizado; está en tensión, dispuesto a todo.

El parar en el portal le hace reflexionar; todo ha sido muy rápido. Esta mañana, cuando se acercó a palacio no buscaba más que curiosear un poco, enterarse en primera instancia de qué ocurría con el infante, saber si había noticias del rey desde Francia...pero todo se precipitó. De repente alguien gritó en la calle que los franceses se llevaban al infante don Francisco, que había que impedirlo, y el vecino de su misma calle que tenía al lado sacó del fajín la navaja, similar a la propia y la abrió con un crujir enorme de muelles “crac, crac, crac, crac, crac, crac, ¡clac!”. Tras él sonaron más voces y tras observar alrededor, su mirada se topó con la de su vecino. “Hay que hacerles pagar la osadía, ¡maldita su estampa! ¡gabachos del infierno!”. Las palabras del paisano, su actitud envalentonada, y la respuesta del resto de los allí presentes hizo que se le retorciera la boca del estómago, que su corazón bombeara más y más rápido y casi sin saber ni como pronto se encontró con la navaja propia abierta en la mano y saltando sobre un jinete francés que junto con unos compañeros pasaban por la plaza en ese momento. No les dieron cuartel, entre su vecino, otro tipo bajito y fornido y él mismo cosieron a los franceses a navajazos. Mientras los otros dos se ensañaban con uno de los soldados, él saltó sobre otro y limpiamente sin mediar palabra ni dudarlo un momento le pasó por el gaznate la faca dejando que se desangrara ràpidamente entre sus brazos, como un marrano.

Bañado en la sangre de su víctima salió corriendo cuando otro grupo de franceses que andaba por la zona consiguió, a manos de un cabo, organizarse un poco y hacer una carga en toda regla sobre y el grupo de vecinos que acababan de pasar por el cuchillo a los compañeros de los imperiales entre los cuales se encontraba. En su carrera destripó al caballo de uno de los franceses y pisoteó al jinete con todas sus fuerzas mientras seguía hullendo. Un sablazo de otro estuvo a punto de llevarsele la cabeza, pero consiguió esquivarlo en el último momento. Pronto se encontró solo y corrió con todas sus fuerzas hasta la plaza de la Cruz Verde donde ahora se encontraba.

A lo lejos se escuchan voces “¡muerte a los gabachos!” “¡hay que acabar con ellos!” dicen. Suenan con estrépito disparos de fusilería y voces desgarradas que describen casi sin verlo un nuevo herido o muerto.

Ahora, escondido en este portal reflexiona sobre qué hacer. Esto pinta mal, los franceses son unos perros pero son muchos y tienen armas. Sabe que su madre estará inquieta si ha oído los disparos, porque esta mañana al salir de su casa ya se lo advirtió, “no te metas en jaleos, si pasa algo raro tú corre para casa y no se hable más”. “Madre, parece que ve el futuro” dice entre dientes sonriendo.

Se mira la mano ensangrentada, la navaja chorreando aun sangre francesa. Piensa en los excesos que desde hace días los gabachos han estado haciendo por la ciudad: peleas, muertes injustificadas, violaciones...

La verdad es que no sabe si el rey, su rey, Fernando VI es un buen rey, pero tampoco le importa mucho. Lo que sabe es que esos herejes, hijos de Satanás, quieren hacer de España parte de su imperio y eso no lo va a tolerar, ni él ni su vecinos; antes la muerte. Así que traga saliva, respira profundamente y seca la hoja de la navaja y las cachas en la camisa blanca que lleva puesta, no sea que con la sangre se le resvale en el peor de los momentos. Se incorpora y mira al exterior. Ve salir del portal de enfrente a otro vecino, con una escopeta de caza cargada y la navaja en la cintura; arriba desde el balcón una mujer le grita pidiendole que vuelva, que no sea loco. Entonces sale del portal y mete una voz “¡vecino!, ¿va a despachar franceses?”. El otro lo mira con ojos llenos de cólera, “ a despachar unos cuantos, que me han dicho que hoy toca ponerle las cosas claras a esos hijos de puta”. Sonríe al oír la respuesta, “pues vamos que yo ya le llevo ventaja”. Corre hasta llegar al lado del otro “Sancho Contreras pa servirlo”. “Agustín de la Torre pa lo mismo”. Las manos se estrechan fuertes y tensas, las miradas hablan sin necesidad de mediar más palabras y los dos se alejan calle arriba, dirección a palacio de nuevo, mientras la mujer llora en el balcón y él, recordando cómo se le escapaba la vida al francés que degolló hace un rato, se persigna y dice para sus adentros “que sea lo que Dios quiera”.